por Sebastián del Pino

No se trata de pontificar sobre la homosexualidad y plantear que corresponde a una orientación sexual más deseable que otras o que imprime en las personas características especiales, transformándolas en intocables. La homosexualidad, desde un punto de vista de la praxis moral, corresponde a una calidad neutra de la personalidad. Más allá de los estereotipos, las virtudes no son un patrimonio exclusivo de los heterosexuales.

No obstante, tampoco se puede permitir que un grupúsculo de fanáticos dé la espalda a la contundente evidencia científica y social que califica a la homosexualidad como una vía válida de realización personal. La búsqueda de la verdad, de la que tanto se jactan los conservadores, necesariamente debe pasar por la ponderación de los argumentos científicos y de los testimonios de muchos que no a pesar de su orientación sexual o identidad de género, sino en virtud de las mismas, han concretado un proyecto de vida exitoso.

Por supuesto que esa oposición no puede hacerse por métodos coercitivos, ya que esto sería darle la razón a los integristas y podrían manifestar, con cierta justificación, que la defensa de la diversidad sexual pasa por una imposición violenta de sus conceptos. Aunque estén equivocados y ese error conlleve a la nefasta denegación de derechos para un importante sector social, habrá que permitirles -al menos en un primer momento- que manifiesten su odio a través de un uso malicioso de la libertad de expresión.

Ocupo el término malicioso, ya que son los fanáticos quienes se han opuesto sistemáticamente a la profundización de las libertades públicas, excepto cuando son serviles a sus propósitos. Pues el mismo Jorge Reyes, quien ha vociferado en contra de la diversidad sexual y de la ley antidiscriminación amparándose en su libertad de expresión, fue quien hace algunos años se opusiera a la exhibición de la película “La última tentación de Cristo”, pasando por encima del derecho de muchos otros. Dicho sea de paso, su postura se basaba en una interpretación obtusa de la película, pues esta finalmente reafirma la función mesiánica del Nazareno.

Esta tensión entre la igualdad y la libertad de expresión quedó de manifiesto ante el polémico seminario organizado por la organización Investigación, Formación y Estudio sobre la Mujer (ISFEM), en donde se planteó que la homosexualidad correspondería a un trastorno curable y que la ley antidiscriminación no es más que una interferencia en nuestro “completo” sistema jurídico.

Los integristas que promueven estas visiones sesgadas se amparan en su derecho constitucional de poder propalar libremente sus ideas, exigiendo, a su vez, tolerancia y comprensión, tal como lo hacen (de modo legítimo) las organizaciones de la diversidad sexual.

El problema de la exigencia de tolerancia por parte de los agentes discriminadores son sus consecuencias prácticas: la extensión de su discurso funcional a una ideología que niega el valor de la pluralidad trae como consecuencia el odio y, en tanto, la anulación de derechos que cualquiera debería poseer. Basta con recordar los últimos dichos de Ignacio Urrutia, diputado UDI, quien afirmó que los homosexuales no sirven para integrar las Fuerzas Armadas.

Si los integristas quieren seguir educando a sus hijos bajo ideas añejas que lo hagan, pero en la intimidad de su hogar, en donde ni la más elaborada ley contra actos de segregación podría arrogarse competencia; o en el ámbito de sus proyectos educativos confesionales, pero renunciando a la posibilidad de recibir cualquier tipo de financiamiento fiscal.

En una sociedad libre, democrática y laica, cada cual debiese tener el derecho a vivir del modo que mejor le plazca; sin embargo, no basta la concesión del derecho al libre desarrollo de la personalidad, lo que implicaría desestimar a la homosexualidad como un trastorno curable, sino que también es necesario extender otras prerrogativas sin distinción alguna, como el matrimonio igualitario o el durmiente Acuerdo de Vida en Pareja.

Las visiones integristas no solo son violentas y causantes de la discriminación, sino que además son infundadas, carentes de bases científicas respetadas en el concierto internacional, por lo que deben ser desestimadas de plano.

Ante esto, no queda más que abogar por la reconversión de la homofobia, a través de la educación, la denuncia y la visibilización de todos los sectores de la diversidad sexual.