por Carolina Bascuñán

 

Durante el mes de octubre fuimos testigos de un interesante debate producido a raíz de un seminario organizado por ISFEM y llevado a cabo en la Pontificia de la Universidad Católica de Chile, que invitaba a reflexionar sobre aspectos tales como la posibilidad de que personas homosexuales asistieran a terapias de reconversión para “sanar” su orientación sexual.

Este acontecimiento provocó que diversos medios de comunicación invitaran a debatir a importantes actores en sus noticieros y programas de conversación sobre la pertinencia, naturaleza e incluso legitimidad de este tipo de acciones “académicas”.

Los organizadores de este encuentro defendieron fuertemente el derecho que tienen a expresar su punto de vista sobre este tipo de cuestiones, y quienes asistieron a repudiar este acto se basaron en un criterio similar que exhibía su derecho a denunciar acciones que impulsaban el odio y la discriminación.

Lo cierto es que esta situación dejo entrever la falta de madurez social para comprender claramente cuál es el principio que debió predominar: si el de la libertad de expresión o el de no discriminación, ambos principios consagrados en instrumentos internacionales adoptados por el Estado Chileno pero vagamente comprendidos e incorporados en su quehacer social, político y educativo.

La pregunta que parece fácilmente desprendible es ¿qué hubiese sucedido si el seminario organizado en las dependencias de una universidad que recibe un importante financiamiento estatal hubiese versado sobre la promoción de la pedofilia o la prohibición de las personas con discapacidad de acceder al sistema educativo o la prohibición del voto de las mujeres?, ¿hubiese tenido sentido invocar el derecho a la libertad de expresión y reunión?, ¿ hubiese una institución de reconocido prestigio nacional y regional, facilitado sus instalaciones para su realización?

¿No será que lo que está en juego no es el derecho a la libertad de expresión sino más bien la falta de consenso social sobre la homosexualidad, su naturaleza y su alcance?, ¿no será que declaraciones de organismos internacionales como los de la OPS sobre la despatologización de la homosexualidad, no son suficiente argumento para que este tipo de acciones deje de existir en instituciones académicas?, ¿no será que aún como sociedad no nos parece tan repudiable que se promuevan instancias que inciten el odio contra las personas homosexuales?

El hecho certero en toda esta discusión debiese estar centrado en si este tipo de instancias deben ser promovidas e incluso amparadas por una institución que tiene como objeto educar a las personas y moldear a los futuros profesionales del país.

Si comprendemos que la discriminación está en la base de todas las violencias, comprenderemos también que cuando se legitiman e institucionalizan acciones como éstas, se corre el riesgo de educar sobre la base de la intolerancia.

El derecho a la educación no sólo se hace vigente cuando se otorgan, sin distingo de ninguna naturaleza, las facilidades de ingreso a todos los estudiantes, sino que, adicionalmente, se otorga cuando se promueven contenidos educativos que alientan la construcción de una cultura democrática.

Una política educativa debe fundarse en la transmisión de valores positivos capaces de remplazar los prejuicios que constituyen la discriminación. En tales valores son fundamentalmente la equidad y la tolerancia ante las diferencias, ya que una educación que promueve la equidad y la tolerancia incluye como eje clave de su educación los derechos humanos y la democrática de un país, y por ello todo lo demás no tiene ni tendrá cabida en una institución que tiene como misión educar.