Alemania fue, en 2013, el primer país de la Unión Europea en reconocer un tercer sexo. ¿Por qué lo hizo? Porque la anatomía humana no siempre es binaria y, en consecuencia, los servicios del Estado deben amoldarse a esta realidad. En la misma línea, aunque a años luz de la realidad alemana, en Chile se ha planteado la necesidad de tener una ley de identidad de género que permita que las personas trans hagan su cambio de sexo y nombre registral sin someterse a procedimientos médicos que menoscaban su dignidad. En los casi cuatro años que han pasado desde que el proyecto de ley de identidad de género se ingresó al Senado se ha dado espacio suficiente para generar todo tipo de estrategias de menoscabo a la iniciativa. Sin duda, una de las más sobresalientes ha sido la desacreditación del género como concepto a través del posicionamiento del término “ideología de género”.
Instalar tal concepto en el imaginario colectivo sigue pautas conocidas: desacreditación de una categoría de análisis al vincularla con lo que se presenta como ideológico, asignarle características que nos recuerdan las caras más tristes de la historia de la humanidad (adoctrinamiento, prohibición, censura y obligatoriedad) y la instalación de la incertidumbre en espacios que nos son particularmente sensibles a cualquier intervención externa: nuestras familias, nuestros amores y nuestros cuerpos.
Pues bien, en ciencias sociales y en política internacional se habla de género desde la década de los 80. Desde 2012 en Chile existe el término en la legislación para hacer referencia a la construcción de identidades diversas. En el proceso, ¿se ha destruido la familia, la concepción de hombre y de mujer, o se ha obligado a alguien a modificar su nombre o sexo registral? No, sólo se han abierto espacios, democratizando el acceso a oportunidades a las personas que no necesariamente viven su relación sexo-género como lo hace la mayoría de la población.
Las identidades trans existen mucho antes que las leyes y políticas públicas que buscan hacerse cargo de esta diversidad y el género, en tanto una de las tantas categorías que forma la multiseccionalidad de las identidades, no es producto de una ideología que pretende subvertir la esencia humana. Por el contrario, el género y sus múltiples manifestaciones son parte importante de nuestra riqueza social y no reconocerlo o invalidarlo proclamando su artificialidad es desconocer la discusión teórico-práctica de los últimos treinta y cinco años: esto incluye los esfuerzos del feminismo internacional por instalar la idea –entonces revolucionaria – de que la mujer es más que su capacidad de reproducir crías, de la misma manera que un hombre se define por bastante más que su capacidad de fecundar un óvulo.
Al hablar de ideología de género, por último, se ignora el derecho a la identidad y, en consecuencia, los incansables esfuerzos del país por estar a la altura de las políticas internacionales que promueven el respeto a la identidad desde la diversidad sexual y de género. Se ignoran los compromisos adquiridos en la Convención Americana sobre Derechos Humanos, ratificada por el Estado chileno, el reconocimiento por parte de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, vinculante para Chile, del derecho a la identidad, y, en la misma línea, de la Asamblea General de Estados Americanos (OEA), entre otros.
Isabel Amor.
Directora de educación de Fundación Iguales.
Lee la columna original en El Mercurio.