El Mostrador, 16 de junio
Por: Pablo Simonetti
Estimados senadores:
En distintas ocasiones, les he escuchado decir a cada uno de ustedes que el matrimonio es por esencia entre un hombre y una mujer y que por tal razón no están dispuestos a tratar una ley de matrimonio igualitario.
Yo quisiera preguntarles por qué.
Para agilizar mi presentación me haré cargo de las principales razones que se han esgrimido en el debate público para negarle el acceso al matrimonio a las parejas del mismo sexo, partiendo por sus propios dichos. Tras la afirmación de que el matrimonio es necesariamente entre un hombre y una mujer puede que hayan dos motivos. El primero, uno que discrimina sin detenerse a pensar.
En este motivo caben las objeciones de orden etimológico, histórico, religioso, todas fácilmente refutables ya que no corresponden a la deliberación que debe primar en la democracia de un estado laico que aspira a respetar su ley fundamental: “Las personas nacen libres e iguales en dignidad y derechos”. Estoy partiendo del supuesto que cada uno de ustedes hace suyo el abrumador consenso científico que afirma que la homosexualidad no es una conducta enferma o desviada y que solamente es una expresión más de la naturaleza humana, la cual lleva a un hombre o a una mujer a desear y eventualmente a amar a uno de su mismo sexo, conservando el instinto de formar pareja y hogar. Pasemos entonces al segundo motivo: la convicción de que hay razones fundadas para discriminar legalmente entre una pareja heterosexual y una homosexual.
Es decir, que ésta última debe tener un estatuto con menos derechos que los consagrados por el matrimonio. ¿Cuál puede ser esa razón? La primera y principal que surge en el debate es que la pareja heterosexual está destinada a tener hijos y que una de las “esencias” del matrimonio es la procreación. Es sencillo demostrar que, bajo este supuesto, se estaría incurriendo en una discriminación arbitraria: matrimonio y procreación no van juntos. En Chile, el 66% de los niños nace fuera del matrimonio, es decir, para procrear, la especie no requiere de una institución civil: simplemente se reproduce. En el otro sentido de esta relación biunívoca que se ha intentado establecer entre matrimonio y procreación, podemos decir que la ley civil no estipula ningún impedimento para que las parejas heterosexuales infértiles puedan casarse, incluyendo a las mujeres que han dejado de ovular.
En otras palabras, el matrimonio ha sido una institución solidaria con los heterosexuales impedidos de procrear, pero olvida su sentido solidario cuando se trata de homosexuales.
Se concluye entonces que el acto de procrear no es una condición ni necesaria ni suficiente para el matrimonio y, por lo tanto, no se puede esgrimir como razón para coartar los derechos de las parejas homosexuales. Diferente es el cuidado de los hijos, del que la institución matrimonial sí tiene que hacerse cargo. Pero antes de tocar este punto, quiero despejar otras objeciones que han salido a la palestra:
Si aprobamos el matrimonio igualitario, mañana nos veremos obligados a aprobar el matrimonio múltiple o la zoofilia.
Dejaré la zoofilia de lado, por la trivialidad de su refutación.
¿Y el matrimonio múltiple o poliamoroso? Es un argumento que pertenece a la categoría del resbalín, un típico ardid conservador que en inglés se conoce como “slippery slope”. Para desarticularlo hay que dejar en claro que las relaciones poliamorosas limitan tanto con el matrimonio heterosexual como con el igualitario. De hecho, las relaciones poligámicas heterosexuales están protegidas por ley en algunos países, lo cual, si nos dejamos llevar por el temor a lo que sobrevendrá, implicaría que deberíamos abolir el matrimonio heterosexual por el inminente peligro que reviste. A esto se suma que no hay una parte significativa de nuestra comunidad que viva en relaciones poliamorosas y que esté en busca del reconocimiento social y legislativo. Por último, el poliamor no tiene que ver con la identidad de las personas, como es el caso de la homosexualidad.
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