Por: Comisión de Etica y Espiritualidad de Fundación Iguales

Política e Iglesia: un llamado a votar.

Autor: Comisión de Ética y Espiritualidades.

El viernes 8 de Noviembre, los Obispos de la Conferencia Episcopal de Chile (CECH) convocaron a los y las católicas a cumplir con su deber de votar y “realizar un discernimiento ético en vistas del bien común”. Para tales fines, propusieron tres criterios a considerar para efectos del voto y las elecciones, los cuales se resumen en tres afirmaciones, a saber: la valoración y defensa incondicional de la vida, desde su concepción hasta su muerte final; la protección de la familia fundada en el matrimonio entre un hombre y una mujer; y la comprensión de la paz social como obra de la justicia.

Imposible no detenernos sobre estas tres proposiciones, más aún si en dicho comunicado se pretende orientar las consciencias de los y las católicas apelando a un ejercicio de discernimiento ético que, previamente y sin mayores aperturas, define sus alcances sobre los conceptos de familia, matrimonio y vida. Dado lo anterior, quisiéramos reparar sobre el impacto que éstas y otras palabras tienen sobre las personas aludidas en el mensaje de los Obispos, afirmando que con ello las responsabilidades éticas son ineludibles, más aún cuando se asumen como no debatibles cuestiones que hoy están siendo sometidas a consulta y discernimiento.

Con lo anterior no estamos marginando a la Iglesia del debate y participación que le corresponde en una sociedad democrática. A diferencia del modo con que Ezzati y Ducasse procedieron para plantear sus aprensiones al Presidente Piñera respecto a la ratificación de la Convención Interamericana contra toda forma de discriminación y tolerancia, agradecemos que esta vez la CECH haya hecho pública su posición respecto a temas y discusiones que, lejos de estar resueltas, se encuentran abiertas a nuevas expresiones y sentidos. Sobre esto último ensayaremos algunas reflexiones que orienten, de igual forma, a creyentes y no creyentes comprometidos con la dignidad de la persona, la igualdad de derechos y la participación de todos y todas dentro de un proyecto país que no solo piensan y diseñan los políticos e Iglesias, sino la sociedad toda.

Un primer punto a destacar es la manera en que los Obispos entienden la protección de la vida, delimitando en extremo sus alcances a la lucha contra el aborto y la eutanasia. Pese a que esto último suele ser lo que recibe mayor atención, resulta relevante destacar que el compromiso de la Iglesia – en su defensa y cuidado de la vida – considera, también, el “atropello de los derechos humanos” como causa igualmente legítima.

La muerte de Daniel Zamudio y la agresión de la que fue objeto Wladimir Sepúlveda son, bajo esta lógica, vidas que merecen todo nuestro cuidado y respeto; vidas que nos comprometen éticamente con una actitud de rechazo frente a todo tipo de contexto y/o motivos que justifiquen tales acciones criminales.

Si bien el Obispo Goic condenó el ataque a Wladimir señalando que “toda actitud homofóbica no es coherente con el Evangelio ni la persona de Jesús”, no se entiende, entonces, que la Iglesia se oponga enérgicamente a iniciativas legales que buscan proteger las categorías orientación sexual, identidad de género y/o espresión de género. Tal es el caso de lo que ocurrió en nuestro país cuando se discutió la Ley Antidiscriminación y lo que quedó en evidencia al filtrarse la carta que enviaron Ezzati y Ducasse al Presidente Piñera. Si el marco de protección son los derechos humanos, resulta imperativo que la defensa de la vida se dirija, también, sobre este tipo de situaciones, facilitando los medios para que se ejecuten protocolos e iniciativas que protejan la vida de lesbianas, gays, bisexuales, transexuales e intersex.

Desde esta orilla, resulta sugerente señalar que la jerarquía de la Iglesia Católica no ha ampliado lo suficiente su campo de misión y ha perdido autoridad frente a situaciones que ponen en evidencia sus contradicciones frente a aquello que dicen defender. Falta una actitud más propositiva e iniciativas que ayuden a prevenir situaciones que vulneran la vida de quienes la tienen más amenazada: ¿por qué no pensar en las familias que se desintegran porque un hijo o hija homosexual se suicida al no encontrarle sentido a una vida que se percibe como amenazante y sin valor? ¿Por qué no atender al sufrimiento de quienes no pueden acceder a una operación de reasignación sexual sin antes someterse a un trato vejatorio y denigrante por parte del sistema de salud? Preguntas, todas, que se eluden y que tienen muchísimo valor al momento de preguntarnos por el tipo de país que queremos construir.

Un segundo punto a comentar dice relación con una comprensión de la justicia como disociada de su anclaje a la vivencia sexual y afectiva de las personas. De cierta forma, se percibe a una Iglesia atenta y sensible frente a situaciones de injusticia que brotan de un sistema que ampara situaciones de discriminación que serían estructurales y que merecen nuestro rechazo por sus efectos deshumanizantes. Sin embargo, no perciben que dichos efectos se evalúan considerando a la persona como un todo integrado, como un sujeto que es, también, lo que experimenta desde sus afectos y sexualidad. Sobre esto último, lamentamos que la Iglesia participe de situaciones que promueven la injusticia y desigualdad.

Las inconsistencias antes descritas generan en muchos y muchas reacciones bastante extremas hacia la Iglesia, confusiones y distanciamientos que consideramos legítimos, y que incluso se dirigen hacia la experiencia de fe de las personas. Esto último nos parece lamentable ya que las iniciativas y signos de esperanza que constatamos en el estilo pastoral de Francisco, así como lo que en silencio realizan religiosos y religiosas, laicos y laicas, terminan por invisibilizarse  frente al poder y la autoridad mal comprendida de la jerarquía de la Iglesia. Desde este lugar resulta imposible no reprocharles a los Obispos su escasa delicadeza con las recomendaciones que ofrecen de espalda a las encrucijadas que experimentan muchos católicos homosexuales que se sienten atrapados por un Magisterio que no ayuda a vivir. ¿Cómo seguir declarándose “Maestra en Humanidad” cuando se desentiende de una parte fundamental de la misma, disociando la orientación sexual de la conducta y condenando abiertamente la expresión de género?

Nuestras confianzas las depositamos sobre una Iglesia dialogante y respetuosa, promotora del desarrollo integral de la persona y comprometida con la protección de todos sus derechos humanos: una Iglesia que reconoce y respeta las diferencias de todos y todas quienes formamos parte de nuestra sociedad, una Iglesia que hable de reproducción, sexualidad y familia, con la misma delicadeza – y a escala humana – con la que habla de pobreza, sueldo ético, ecología y pueblos originarios.

Soñamos con una Iglesia que nos oriente a votar por aquel o aquella que trabaje más en pro de la dignidad humana en todos sus ámbitos, y no por las personas o proyectos que fortalecen y avalan sus propios intereses. Una Iglesia que no solo aparezca en escena desde vocerías que no necesariamente representan el sentir del pueblo creyente.