viernes 24 de agosto de 2012

Señor Director:

La última columna de Jaime Antúnez es, innegablemente, una apretada síntesis del pensamiento católico más ortodoxo sobre la homosexualidad. Lo primero que debe aclararse es que dicha forma de pensar es, justamente, la ortodoxa, no la única ni la más generosa, y posiblemente tampoco la mayoritaria: también, hasta el siglo XIX era de toda ortodoxia la esclavitud, y si dejó de serlo fue gracias a la presión de los que tenían fe en la corrección vaticana de una iniquidad tan evidente, así como también gracias a la presión de todo un mundo que ya no era medieval.

La articulación de versículos que fundan la homofobia, citados por Antúnez, ha sido objeto de radicales retraducciones, reinterpretaciones y relecturas eruditas, coherentes con el mandato de Jesús, que es el de amar. El amor guía la lectura de preceptos como «Parirás con dolor a tus hijos», o «Lapida a quienes llevan prendas hechas de dos materiales» (Levítico).

Junto con la consabida interpretación de versículos en perspectiva homofóbica, Antúnez presenta la postura papal: no es pecado ser homosexual, lo es poner en práctica ese ser.

Sin embargo, la propia filosofía católica tomista enseña que «el actuar sigue al ser y el modo de actuar al modo de ser». No son separables. ¿Quién le pediría a un heterosexual que separe su ser de su hacer? La castidad y el celibato son dones, o sea: no son exigibles.

Es muy grave que se califique de «comportamiento intrínsecamente malo» el ejercicio del ser de la propia persona. Ignorándose las raíces o causas de la homosexualidad, ni si corresponde a la genética, la cultura, una mezcla de ambas, etcétera, ¿cómo puede pretenderse someterla a juicio moral negativo? ¿No es un fenómeno humano cuya naturaleza esencial se desconoce?

Habla Antúnez, en fin, del éxodo de anglicanos conservadores hacia la Iglesia Católica. Sin duda mucho mayor es el éxodo de homosexuales hacia fuera del catolicismo, bien a otras iglesias más compasivas, bien al desengaño pleno de la fe.

La actual postura vaticana no permite esperanzas de actualización, humanización o maduración para con el respeto, trato y reconocimiento de las personas homosexuales. Esa postura es la que justifica, cuando desciende a niveles de fanáticos e ignorantes, crímenes.

Pero si no hay esperanza en el presente estado de la Iglesia, puede haberla respecto de creyentes que con amor y generosidad, el corazón abierto y pesar por la dureza de sus jerarquías, practican el amor cristiano y abren camino a modificaciones que inevitablemente habrán de tener lugar, como lo tuvo el fin de la esclavitud.

CARLOS ITURRA
Comisión de Religiones Fundación Iguales

El Mercurio