Por Carolina Bascuñán, voluntaria de Todo Mejora
Desde la más tierna y temprana infancia nos enseñan cómo debemos comportarnos según el sexo que traemos de nacimiento. Tanto es así, que desde la gestación comienzan a identificarnos con estereotipos que nos esperaran al salir de la guata de nuestras madres, para entrar a un mundo rosado o celeste, según sea la circunstancia.
A medida que vamos creciendo y comienza nuestro proceso de socialización, se nos orienta a través del juego los gustos, las costumbres y las determinantes sociales. Las niñas adquieren habilidades maternales que se expresan por medio de interminables juguetes que nos vinculan con la maternidad, y a los niños se les alienta a convertirse en buenos deportistas o expertos constructores, que promueven sus futuras habilidades de competidores exitosos y potenciales creativos.
Cuando entramos al sistema escolar, nos enfrentamos al primer medio social con el cual debemos lidiar, en el que debemos construirnos como sujetos relacionales y establecer vínculos sociales significantes.
A este contexto muchas veces ingresamos encasillados por un uniforme, que entrega más movilidad a los niños que lo que permiten las falditas y jumpers de las niñitas, lo que nos recuerda tempranamente que deberemos comportarnos de manera diferente y que tendremos diferencias en nuestro campo de acción, dejando la libertad de movimiento a los niños y el recato y decoro a las niñas. ¿Cuántas veces una menor durante su infancia escucha frases como: “siéntate como señorita” y los niños frases como “párate como hombre”’?
Hasta ahí, podríamos decir que sobreviven con mayor facilidad quienes logran adaptarse a esta forma predefinida de vivir el hecho de ser mujer y el ser hombre. Sin embargo ¿qué sucede cuando el niño/a no quiere jugar a la pelota y más bien prefiere quedarse en el salón de clases a piernas cruzadas, jugando o conversando “in door”, o cuando una niña deja el maquillaje y el pelambre de la adolescencia para jugar un partido de fútbol con los compañeros?
Lo que sucede en ese contexto es lo que se conoce como bullying homofóbico, y atiende a cuando este niño o niña que no obedeció a los cánones preestablecidos debe padecer burlas, ofensas e incluso agresiones por no representar “como se debe” a su género.
Esta situación no la padecen solo quienes presentan una orientación sexual diferente a la heterosexual: la padecen todos aquellos niños, niñas o adolescentes que no fueron lo suficientemente femeninos o lo suficientemente masculinos en su accionar, en sus gustos, en sus preferencias.
Los estudios efectuados por GLSEN en EEUU y analizados por Todo Mejora,muestran que el 80% de los niños/as que sufre este tipo de bullying termina definiéndose a sí mismo como heterosexual; sin embargo, prácticamente todos los niños/as en etapa escolar (97%) escuchan en forma reiterada (hasta 22 veces diarias) insultos homofóbicos.
Por lo tanto, atacar el bullying homofóbico es promover la igualdad de género, generar mejores condiciones tanto para niñas como para niños, permitir a todos y todas actuar, sentir y vivir con libertad y por sobre todo comprometernos con una real generación de igualdad de oportunidades para todos y todas sin distinción.
Si se me hubiera permitido escoger, yo hubiese preferido haber nacido hombre.Seguramente, en ese caso, hubiera sido gay.