por Jorge Navarrete, abogado

Todo indica que se está consolidando una mayoría política para aprobar el proyecto de ley que regula el Acuerdo de Vida en Pareja (AVP). Por razones obvias, las organizaciones que promueven la diversidad sexual han estado particularmente atentas y activas en este debate, en la medida que, de prosperar esta moción, por primera vez se dará reconocimiento jurídico a las uniones de personas del mismo sexo.

Ahora bien, esta discusión parece ser la antesala de otra todavía más álgida, y que consiste en la aspiración de modificar la actual institución del matrimonio, con el objeto de que también puedan suscribir dicho contrato las parejas homosexuales. Sin ir más lejos, varios parlamentarios, temerosos de este desenlace, han anunciado que sólo estarán disponibles para aprobar el proyecto de AVP si previamente se modifica nuestra Constitución, estableciendo claramente que el matrimonio es entre un hombre y una mujer.

Pero más allá de las tácticas y artimañas legislativas propias de cualquier negociación, muchos se preguntan por qué el empeño en modificar una institución de larga tradición, como es el matrimonio, si en los hechos el AVP les otorgaría similares derechos a las parejas del mismo sexo. ¿No parece más razonable -argumentan en seguida- que dándoles reconocimiento legal, y por tanto evitando la discriminación arbitraria, subsistan en paralelo las dos instituciones y así no se confundan las cosas? ¿Por qué habríamos de llamar “mesa” a la “silla”, ejemplifican algunos, cuando aunque se parecen, no son lo mismo y, de hecho, cumplen funciones diferentes?

Y aunque son todas interrogantes legítimas, revestidas además de un aparente sentido común, lo que no advierte y soslaya dicha línea argumental es que la reivindicación por plena igualdad no sólo tiene que ver con el cabal ejercicio de los derechos sino, tan relevante como lo anterior, con el estatus que socialmente le asignamos a dicha institución. Lo que se persigue, parafraseando a Taylor, es una “política del reconocimiento”, donde no sólo jurídicamente, sino también de manera simbólica, nos abstengamos de abordar las uniones de homosexuales como si fueran una excepción anómala o de segunda categoría. De esa forma, y para contrastar un ejemplo anterior, ¿se imagina que en 1931, cuando se reconoció el voto femenino, donde se igualaron sus derechos civiles y políticos, hubiéramos reservado la denominación de “ciudadano” sólo para los hombres y, en cambio, a las mujeres las hubiéramos llamado simplemente “electoras”?

Dicho todo lo anterior, y estando a favor del matrimonio igualitario, creo que muchos de sus más fervientes promotores a ratos han equivocado el camino, al descalificar política y moralmente a todos aquellos que, no siendo partidarios de esta idea, han manifestado sensibilidad por otras antiguas e igualmente importantes formas de discriminación, como es el caso de la pobreza, las mujeres o los pueblos indígenas. A ellos, más que motejarlos con livianos prejuicios, hay que sumarlos a una causa donde también intersecta la definición más básica de la dignidad humana, a saber: la facultad que tiene toda persona para trazar su propio plan de vida y el derecho de ajustarse a dicho itinerario con el debido respeto de los demás.

 

Fuente: La Tercera

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