De acuerdo a lo comprometido en su programa de gobierno, La Moneda ha anunciado finalmente que enviará un proyecto de ley de matrimonio igualitario al Congreso durante el primer semestre de 2017. Esto es una buena noticia no solamente desde un punto de vista programático, pues cumple con el mandato ciudadano que se le entregó en 2013, sino también desde un punto de vista jurídico, pues nos acerca al cumplimiento cabal de nuestras propias normas superiores. Ni la historia ni la naturaleza, con el enfoque correcto, son elementos que puedan cuestionar su pertinencia.
Jurídicamente, a estas alturas ya es majadero decir que el principio de igualdad y no discriminación está consagrado en nuestra Constitución Política de la República y en la Convención Americana de Derechos Humanos, firmada y ratificada por Chile. Nuestro país ya incumplió con este principio en el caso Atala, por lo que en 2012 recibió un fallo condenatorio que señala, entre otras cosas, que “ninguna norma (…) puede disminuir o restringir, de modo alguno, los derechos de una persona a partir de su orientación sexual.” Difícilmente podría argumentarse que eso no es lo que ocurre en Chile con las parejas del mismo sexo y su prohibición de contraer matrimonio.
La historia nos muestra que, contrario a lo que algunos puedan pensar, tanto la homosexualidad como la formalización de las relaciones entre personas del mismo sexo forman parte no solo de la historia de la humanidad sino de la de nuestra propia cultura occidental, y no son síntomas de la posmodernidad. Existen registros de matrimonios entre personas del mismo sexo ya en la antigua Mesopotamia, varios siglos antes de Cristo. En la Roma imperial, era algo tan común que incluso dos emperadores romanos, Nerón y Heliogábalo, estuvieron comprometidos en uniones del mismo sexo. Esto solo cambió cuando el cristianismo pasó a ser la religión oficial del Imperio Romano y, en el siglo V, el Código Teodosiano prohibió los matrimonios entre personas del mismo sexo, condenando a muerte a quienes los celebraran.
En cualquier caso, aunque no existieran tales registros, es peligroso fijar como verdades inamovibles a ciertos comportamientos históricos legitimados por el solo hecho de serlos. Tanto la hegemonía del hombre sobre la mujer como la del poderoso sobre el desvalido han estado legitimadas por largos períodos de tiempo, lo cual no las hace incuestionables. De hecho, fueron justamente cuestionamientos críticos a esos comportamientos legitimados los que posibilitaron los avances históricos que sentaron las bases de las sociedades democráticas modernas, como el fin de la esclavitud, la libertad de culto, el fin de la segregación racial o el voto femenino. Los países más desarrollados han entendido que comportamientos legitimados como la exclusividad heterosexual del matrimonio no contribuían a construir sociedades más inclusivas y dieron el paso de terminar con ella. El hecho de que ya más de veinte países lo hayan hecho en sólo quince años da cuenta de lo potente del argumento y de lo irreversible del cambio. Luego de la aprobación en los últimos doce meses del matrimonio igualitario en Colombia, México y Estados Unidos y de una opinión pública crecientemente favorable, la única discusión real sobre este punto en Chile es cuántos años se demorará en aprobarse, no si efectivamente ocurrirá o no.
En cuanto a la naturaleza, la única regla inamovible –y que no pretende ser contestada por ninguna ley de matrimonio igualitario– es que la procreación se produce a partir de un gameto femenino y uno masculino. El matrimonio, en cambio, es una construcción cultural definida por los órganos legisladores de cada Estado de acuerdo a sus propias reglas y costumbres sociales y que puede y ha sido modificada numerosas veces. La supuesta relación inseparable entre el matrimonio y la procreación, que impediría pensar conceptualmente en un matrimonio entre personas del mismo sexo, no es tal. Hacia un lado, nada impide que las parejas de sexo opuesto que no quieren o no pueden tener hijos, sea por infertilidad o por edad, se casen. Hacia el otro, la gran mayoría de los niños en Chile nacen fuera del matrimonio. Es decir, matrimonio y procreación son cosas independientes, como bien lo comprendió nuestro Congreso en los años 90 cuando terminó con otra desigualdad, la producida entre los derechos de los hijos nacidos dentro y fuera del matrimonio.
No es necesario ser radical ni posmodernista para estar de acuerdo con el fin de la discriminación por orientación sexual en el acceso al matrimonio. Así lo demuestra la conservadora Theresa May, quien ayer en su discurso inaugural, al celebrar los avances en justicia social de su antecesor David Cameron, mencionó en primer lugar el matrimonio igualitario.
Luis Larrain
Presidente Ejecutivo
Fundación Iguales
Lea la columna publicada hoy en El Mercurio