Columna de Carlos Peña, Rector UDP y miembro del Consejo Consultivo de Iguales

El ministro de Defensa dijo que era inaceptable, el comandante en jefe ofreció disculpas, el ministro Hinzpeter se escandalizó.

¿Qué había ocurrido?

Un instructivo del Ejército formuló reglas para reclutar soldados. Planteó la necesidad de contar con los sujetos «más idóneos, moral e intelectualmente capacitados». ¿Cómo alcanzar tan noble objetivo? El documento lo explicó con claridad meridiana:

Es necesario -dice- «excluir a aquellos que presenten problemas de salud física, mental, socioeconómica, delictual, consumidores de drogas, homosexuales, objetores de conciencia y Testigos de Jehová».

Tal cual.

Hay dos problemas gravísimos en ese instructivo.

Uno es la concepción que revela. Lo reprochable no es sólo la decisión que adopta, sino las razones que esgrime para apoyarla; no sólo el contenido de la instrucción, sino la ideología que subyace: creer que la pobreza, la religión o la orientación sexual determinan la capacidad moral e intelectual de una persona es intelectualmente estúpido y contrario a los principios de una sociedad democrática.

Un testigo de Jehová tiene derecho a esgrimir su fe para excusarse, pero el Ejército no puede utilizarla para impedirle que ingrese a él; un joven pobre tiene problemas, pero a ninguno de ellos lo inhabilita para la lealtad con los valores patrios; un gay no sólo tiene derecho a serlo, también él, si lo prefiere, podría declararlo sin que ello deba ser motivo de desventaja alguna. El testigo de Jehová tiene derecho a hacer objeción de conciencia (pero el Ejército no tiene derecho a objetarlo a él); un joven pobre padece apreturas (pero ello no le impide ser leal); un gay tiene derecho a la privacidad (no preguntes, no respondas, decía Clinton), pero también, si lo decide, derecho a la publicidad (a revelar su orientación, y así y todo ser parte del Ejército).

Pero hay un segundo problema igual o peor que el anterior.

El único responsable de este instructivo no es el general Chanteau, quien lo firma. Un instructivo como ése debió ser conocido por el alto mando. Y ese es el problema: que en el alto mando haya una franca desatención a los principios que rigen a una sociedad democrática y que obligan, mal que le pese a algunos de sus generales, al Ejército en su conjunto. Que un general sienta que puede pensar primero y escribir después un instructivo con semejante contenido -agregando timbre y firma, como si fuera un memorándum rutinario- sólo puede explicarse porque en el conjunto del Ejército no existe una conciencia suficientemente intensa y extendida de las obligaciones que impone la igualdad.

Por eso, desgraciadamente, las disculpas del general Fuente-Alba no resuelven, en modo alguno, el problema que plantea ese documento.

El general Fuente-Alba ofreció disculpas a las personas que en su conciencia pudieron sentirse ofendidas o dañadas. Pero esa disculpa de tono eclesial no basta. El problema no es que el instructivo ofenda la conciencia de algunas personas. El punto es que contradice los valores constitucionales y democráticos a los que el Ejército, como institución que monopoliza la fuerza, debe irrestricta obediencia. El problema, en otras palabras, es que ese instructivo muestra ignorancia o desprecio de los principios básicos de la comunidad política.

Y todo eso ante las narices del general Fuente-Alba.

El general Fuente-Alba ha tenido, sin duda, un gesto caballeresco al ofrecer disculpas. Pero eso no es suficiente. Lo que el Estado democrático demanda no son gestos de esa índole, sino un compromiso decidido hacia los principios y reglas que la sociedad democrática se ha dado a sí misma. Y ese compromiso se demuestra cumpliendo las reglas (lo que aquí no ha ocurrido) o castigando severamente su incumplimiento (lo que el general Fuente-Alba debiera ahora hacer).

Y es que la democracia -hay que decirlo por enésima vez- no se construye con disculpas, sino con el estricto cumplimiento del deber.