Ser madre es algo muy raro: una experiencia que, a mi juicio, merece ser vivida. Este sentimiento de amor incondicional que se apodera del corazón; antes de tener un hijo jamás había sentido algo así. Es mucho más que la ternura que despiertan los niños, mucho más que el amor que uno puede llegar a sentir por alguien, mucho más que el amor que los propios hijos/hijas hemos sentido por nuestras madres. Inexplicable, en una palabra, magnífico, en otra.
Mirar los ojos de este ser que me regaló la vida, mi hijo, y pensar en lo que necesita, lo que aprende… Pensar en lo que podría hacerle mal y evitarlo, mostrarle la música, los colores, las cosas que lo rodean y que le podrían gustar. Entenderlo como un ser diferente y a la vez tan parecido; alegrarse de sus pequeños logros: que ya sabe sentarse solo, que aprendió a girar sobre si mismo, que descubrió las naranjas, que ya sabe lo que son sus manos, para qué sirven y aprendió a arrojar sus juguetes al suelo. Mil cosas que hacen de él un ser humano, una futura persona, la simiente de lo que llegará a ser un hombre. Ir tramando esa complicidad que nos convierte en madre e hijo ha sido una experiencia extraordinaria: con apenas siete meses, ya sabe perfectamente como pedirme abrazos, expresar que tiene hambre, frío, calor, que se aburre o está contento. Sabe conquistarme con su sonrisa provista de dos dientecitos que algún día recogerá el conejito desde debajo de su almohada. Yo ya sé lo que le pasa con solo mirarlo: sus ojos son como un libro que me enseña a ser una mejor persona y se lo agradezco a cada momento. Haga lo que haga, sea lo que sea, piense lo que piense yo lo amaré de una manera absoluta hasta el momento de mi muerte.
Mucho de lo que llegue a ser, será por sus propias experiencias y otro tanto por la familia en la que le tocó nacer. Sus primeras penas y alegrías, sus gestos, muchos de sus hábitos: la certeza de ser querido y cuidado, el apoyo para que busque su camino y su vida, la forma cómo la enfrente, los saberes y sensibilidades serán lo que sus madres le ofrezcamos en sus primeros años. Llegará a ser un ciudadano, un buen ciudadano espero yo, a pesar de que el Estado de Chile no le brinda las mismas seguridades que le entrega a otros niños y niños nacidos en nuestro país. Mientras sus dos madres nos desvivimos por hacerlo feliz, por cuidarlo, acogerlo: mientras nuestro entorno familiar y social se esfuerza tanto para integrarlo, presentándolo con sus primos y primas, invitándolo a compartir (a él y a nosotras) con los hijos e hijas de amigos tan queridos, el Estado de Chile no hace ni un esfuerzo por romper los estereotipos y prejuicios de unos pocos para permitir que este niño pueda ser reconocido en la familia que nació.
Es una familia formada por dos mujeres, claro está, una madre gestante y la otra (yo), que no lo llevó en el vientre, pero que lo gestó y lo gesta todos los días en su alma. ¿Qué importa el hecho que no pueda ser reconocido por mí si ya tiene a su otra madre, mi conviviente civil? Importa porque él no tiene ningún derecho sobre esta persona que ayudó a traerlo al mundo: yo podría dejar de apoyarlo económicamente y él no tendría cómo exigirme que, ya que decidí tenerlo, le de la oportunidad de crecer y hacerse ese hombre de bien con la situación económica que hoy tiene. No tiene cómo exigir mi presencia a su lado, regularmente. Aquí no hay vanidades ni caprichos; hay necesidades precisas de apoyar a un niño absolutamente real cuya familia y él son vulnerados en su igualdad por el propio Estado a cada momento. Sin respetar y apoyar el derecho que tenemos todos a vivir la vida de la manera que nos parezca más apropiada de acuerdo con nuestra orientación sexual, principios y valores, el Estado de Chile seguirá siendo un padre segregador, discrecional, discriminador, prejuicioso, desamparador con sus hijos e hijas, particularmente de aquellos que somos diferentes.
Emma de Ramón
Integrante del directorio de Fundación Iguales
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