Es bien sabido lo que el candidato Sebastián Piñera opinaba, durante su campaña, del reconocimiento de derechos de la diversidad sexual y de género. Más de una vez rechazó avanzar en materias como el matrimonio igualitario, el reconocimiento expreso de los derechos filiativos de parejas del mismo sexo, y tuvo una opinión cambiante respecto a la adopción. Fue fuertemente criticado por las organizaciones de la diversidad sexual por no incluir en su programa ninguna propuesta que avanzara en la protección y dignidad de uno de los grupos más discriminados de la sociedad chilena, como lo es la comunidad Lésbica, Gay, Bisexual, Trans e Intersexual (LGBTI); lo que lo llevó a comprometerse en la campaña de segunda vuelta con mejorar la unión civil.

Sin embargo, e independiente de que las principales demandas de las personas LGBTI no cambiarán durante los próximos años –es decir, seguiremos exigiendo el matrimonio igualitario y la ley de identidad de género–, el programa del presidente electo tiene propuestas interesantes que no podrán evitar alcanzar a la diversidad sexual, si no es desde una perspectiva abiertamente discriminatoria.

Uno de esos ejemplos es la reforma a la ley de adopciones. En el programa se señala que cuando un niño no pueda volver con su familia, se buscará la mejor familia adoptiva en función de su interés superior, asegurando un proceso rápido y moderno. Resulta evidente que, atendiendo las investigaciones de los últimos 30 años, no se podría excluir a una familia compuesta por una pareja del mismo sexo solo por ese hecho, especialmente si se tiene como objetivo el interés superior de ese niño. Si la ciencia señala que no hay diferencias entre parejas del mismo y de distinto sexo para criar a un niño, ¿En razón de qué argumento se podría excluir a un grupo de familias, sin evaluarlas, solo por su composición?

También estaremos presentes en el proyecto que busque convertir el ministerio de Desarrollo Social en el ministerio de la Familia y el Desarrollo Social. Chile hace años que entendió que la familia es un concepto amplio y dinámico, que no consiste solo en la familia tradicional. Así se zanjó, definitivamente, con la promulgación de la unión civil como un estatuto familiar. En ese sentido, el ministerio encargado de coordinar la entrega de los beneficios del Estado no podrá discriminar según la composición de las familias, y deberá reconocer expresamente que existen distintos tipos de ellas, todas igualmente válidas y merecedoras de protección y apoyo.

Algo similar ocurre con el compromiso de ampliar las terapias de reproducción asistidas y otros tratamientos de infertilidad, evaluando su incorporación en las garantías explicitas de salud. Las parejas de mujeres también son familia, y por tanto, deben acceder al apoyo que el Estado y los servicios de salud puedan otorgarles para desarrollar sus proyectos filiativos, sin distinciones arbitrarias. Sin duda seremos parte de este debate, así como del reconocimiento expreso de sus derechos filiativos, en defensa de las cientos de familias cuyos hijos ya han nacido y están desprotegidos.

Todas estas propuestas tienen un eje esencial, que es la familia como núcleo fundamental de la sociedad. El nuevo gobierno, con un creciente sector liberal en su interior, tendrá el desafío de proponer al país políticas públicas acordes a los tiempos y a una comunidad que ve la diversidad que la compone como un valor, y no como una amenaza.  Finalmente, las personas LGBTI también somos ciudadanos, y el gobierno del presidente electo será también nuestro gobierno, y excluirnos de las políticas públicas solo por nuestra orientación sexual o nuestra identidad de género sería un retroceso que no dejaría indiferentes a la sociedad ni menos a la comunidad internacional.

Juan Enrique Pi.

Presidente ejecutivo de Fundación Iguales.

Lee esta columna en El Mercurio.