«Todos somos hijos e hijas de un mismo Padre que nos ama. Nadie puede ser agredido, denostado o excluido por su raza, sexo, edad, condición o creencias. El ataque que causó la muerte a este joven, como tantas otras expresiones de violencia contra personas, no puede dejar indiferente a nuestra sociedad». [1]
Con estas palabras, Monseñor Ricardo Ezzati reaccionaba ante la muerte de Daniel Zamudio. Los dichos del prelado fueron considerados por muchos como tardíos, calificándolos, incluso, como un acto de indulgencia o “buena crianza”. Más allá del juicio que podamos hacer de sus palabras y el momento en que las hizo, resulta relevante considerar que las declaraciones de Ezzati se sostienen bajo una serie de afirmaciones que generan consenso entre quienes se definen como católicos. Más aún, parecieran ser palabras que generan cierto nivel de adhesión, incluso, entre quienes no son creyentes. ¿Por qué recordarlas? Porque son las palabras que cualquier persona homosexual, que se reconoce como miembro de un determinado credo, esperaría escuchar de sus pastores, de quienes dicen representar un mensaje que pretende, ante todo, humanizar y reconocer en dignidad la experiencia del otro. La condena del acto criminal se agradece, pero pareciera no ser suficiente.
No sería suficiente, porque los efectos que producen la intervención de las Iglesias, en particular la católica, serían distintos a los que se esperan. Para muchos, la intención no cuenta si no va acompañada de acciones sostenidas en materia de prevención de la violencia, cuidado y respeto hacia quienes se han sentido violentados: homosexuales, bisexuales y transexuales. La dificultad es evidente cuando el mensaje acentúa la sanción a la conducta y la aceptación de la condición: no se entiende que ambas actitudes coexistan dentro del contexto de una espiritualidad que supone, en su sentido más hondo, el amor, la aceptación incondicional y la misericordia como valores que debiesen inspirar las palabras y actos de quienes dicen honrar tales preceptos.
¿Qué hay en la estructura de las Iglesias, en el cuerpo doctrinal de las religiones, que facilitan una comprensión tan contradictoria de sus mensajes? ¿Por qué la primera codificación que se instala en la opinión pública se hace oír desde el odio y la homofobia? ¿Qué pasa con la comunidad creyente y con las formas de socialización de una experiencia de Dios que, en sus bases, asume el amor como criterio de juicio y comprensión de la realidad?
Las respuestas a éstas y otras interrogantes cuestionan una dimensión ética del asunto, que implica revisar tanto las responsabilidades institucionales y personales, como los efectos que tienen las palabras e intervenciones de las Iglesias en el espacio público. Resulta preocupante el rechazo, la odiosidad y la desconfianza que produce el discurso creyente en materia de acogida de la diversidad sexual. Sabemos, también, que hay excepciones y un malestar creciente que ha ido articulando un discurso de denuncia contra todo aquello que no contribuye a la humanización y desarrollo pleno de la persona. Son muchos los que hoy arriesgan la palabra e interpretan la contingencia como una oportunidad para proponer caminos de diálogo y comprensión de una dificultad que no solo compromete a quienes detentan cargos de poder dentro de las Iglesias, sino a todos los que se reconocen como creyentes y miembros de una determinada religión.
La muerte de Daniel nos recuerda que, más allá de las palabras o discursos, sus tiempos y efectos, cargamos con una deuda que nos invita a construir un nuevo relato frente a una teología y un modo de entender lo religioso, que ha olvidado su sentido más profundo, aquello que hace de fundamento a toda experiencia creyente. En palabras de Frei Betto, una “religión que no lleva al amor, no es de Dios. Más importante que tener fe, abrazar una religión, frecuentar templos… es amar (…) Más vale un ateo que ama, que un creyente que odia, discrimina u oprime. El amor es la raíz y el fruto de la verdadera religión; y la experiencia de Dios, de toda auténtica fe”.