El Mostrador, 12 de julio / Por: Pablo Simonetti
Si consideramos el principio de igualdad ante la ley como piso mínimo de la convivencia democrática, no es el discriminado quien tiene que argumentar a favor de sus reivindicaciones, sino que el discriminador debe justificar que exista una institución rica en derechos y legitimidad para consagrar el vínculo afectivo entre personas de distinto sexo, y una de inferior rango –o ninguna, como sucede hasta hoy– cuando se trata del vínculo afectivo entre personas del mismo sexo.
Es el Estado el que debe demostrar en qué sentido las normas discriminatorias guardan proporcionalidad con el fin que dicen perseguir. En otras palabras, el Estado tendría que ofrecer una razón aplastante. Y hasta este día, según mi parecer, no se ha dado ningún argumento robusto que sustente que unos puedan acceder a un status civil privilegiado y otros no. Más aún, un país en el que se discrimina de modo arbitrario, causando sufrimiento a parte de la población, no es un país en el que se respeten los derechos humanos.
Desde esta perspectiva, ¿cuál son los bienes que podría traer una ley de matrimonio igualitario?
Es una idea sencilla pero de efectos profundos, amplios y prolongados. Porque el matrimonio no es cualquier institución, es una institución que muchos consideran parte de su búsqueda de la felicidad. Parafraseando a Martha C. Nussbaum, el matrimonio es ubicuo y central en nuestra cultura. A lo largo del país, en cada región, en cada clase social, en cada grupo étnico, en cada religión o en ausencia de religión, la gente se casa. Más aún, cualquier heterosexual soltero y en edad, aunque esté cumpliendo condena por abuso de menores o violencia intrafamiliar, puede casarse. Lo que significa que consideramos el matrimonio como un derecho fundamental del que no se puede privar bajo ninguna circunstancia a un ciudadano heterosexual. Lo cual a su vez significa que al negárselo a un ciudadano gay lo estamos despojando de un derecho inalienable y de uno de los ritos centrales de nuestra cultura.
Ahora bien, si se le permitiera al vínculo afectivo entre personas del mismo sexo adquirir el status matrimonial, se establecería de modo jurídico y simbólico que no hay una superioridad moral de la heterosexualidad. Así, por primera vez se les reconocería a las personas homosexuales que su amor tiene el mismo valor para la sociedad y, por ende, la misma dignidad.
Quizás en este punto se halle la mayor resistencia a una ley de matrimonio igualitario: la reluctancia de la mayoría heterosexual a perder la superioridad de su vínculo o, lo que es lo mismo, su superioridad cultural. Es difícil hacerlo cuando nos ha sido inculcada desde niños y ha condicionado nuestras relaciones por siglos. Es muy parecida a la dificultad que tuvieron los blancos de renunciar a su idea de superioridad respecto a los negros. No fue hasta el fallo del caso Loving vs. Virginia, en 1967, que dieciocho estados de Estados Unidos vieron derogadas las leyes que condenaban los matrimonios interraciales.
El amor es el mismo para un heterosexual que para un homosexual, al igual que su deseo de formar hogar. Y si a esto le agregamos que la comunidad científica de occidente hace ya más de veinte años ha establecido que la homosexualidad es solo una expresión más del comportamiento sexual del hombre y la mujer, y que los padres y madres gay están igualmente capacitados para criar a sus hijos, entonces no hay fundamento alguno que nos permita mirar en menos a los hogares de las parejas del mismo sexo. Y si la supremacía procreativa del vínculo heterosexual está cruzando su mente, querido lector, solo puedo decirle que cuando se trata del amor infértil de heterosexuales –entre ellos el de las mujeres que han dejado de ovular–, no se duda ni por un instante en reconocerles el mismo status que se les prodiga a las parejas fértiles. Al notar esto, observamos cómo la supremacía procreativa es sólo un pretexto para conservar la supremacía cultural de la heterosexualidad, conocida como heteronormatividad.
Puesto de otra manera, el origen de la discriminación está en la supremacía cultural de las relaciones de amor entre personas de distinto sexo, una supremacía que en estos temas tiene la misma virulencia que la supremacía política que se ejerce en un régimen autoritario. Ante la supremacía de la heterosexualidad no hay bemoles, ni deliberación, ni derecho a disenso ni menos a que las personas tengan soberanía sobre su vida íntima. Para quien padece la opresión de dicha supremacía, la padece con el mismo miedo, la misma falta de seguridad y protección, la misma clandestinidad que una persona que sufre persecución bajo una dictadura. Se es sospechoso por ser como se es, tal como fue sospechoso y objeto de persecución quien criticó abiertamente al régimen militar.
Hoy al igual que entonces, la mayoría inadvertida alega que no hay tal afán persecutorio, que se trata solamente de ardides políticos, de una penosa victimización. La mayoría indolente piensa, tal como lo hacía en los años finales de la dictadura, que sí es posible disentir y que no hay represión, pero tanto usted como yo sabemos que mientras exista el sentimiento de supremacía, la persecución, el atropello a la dignidad de las personas y la discriminación injustificada seguirán a la orden del día.
Hoy en Chile hay adolescentes que viven con miedo a la reacción que puedan tener sus padres al enterarse de su condición. Adolescentes que son maltratados psicológicamente, golpeados y hasta echados de sus casas por padres homofóbicos. Hay jóvenes que ocultan su orientación sexual a sus amigos y compañeros de estudios por miedo a ser objeto de burlas y de ostracismo. Hoy en Chile hay hombres y mujeres que prefieren casarse con alguien que no aman para evitar que se les discrimine. Hay quienes se esconden en una institución religiosa en un intento de negarse a sí mismos y ante los suyos la natural expresión de su sexualidad. Hoy en Chile hay personas que pierden su trabajo por el sólo hecho de ser gay. Hoy en Chile hay personas que son golpeadas, algunas hasta la muerte, por su identidad sexual.
La mayoría de estos casos pasan inadvertidos a la mayoría, porque es un tipo de violencia semejante a la violencia intrafamiliar o el abuso de poder en el trabajo, una violencia solapada e insidiosa, donde la víctima no se atreve a denunciar al abusador. Peor aún, la víctima no confía en la imparcialidad de los agentes del Estado, plagados estos también de homofobia. Y en cuanto a los abusos en colegios, universidades y trabajos, no contamos todavía en nuestro país con una ley que proteja de manera clara y con penas contundentes al discriminado.
En Chile, hoy, hay miles de ciudadanos y ciudadanas que sufren postergación, ridiculización, humillación, segregación y marginación por ser homosexuales, todo esto bajo la mirada impasible del Estado. Más aún, hay miles de chilenos y chilenas que ven mermada su autoestima, porque el Estado les recuerda, cuando quieren comprometerse a una vida en común con quien aman, que son ciudadanos de segunda categoría. Y no porque se haya vuelto un lugar común, ser ciudadano de segunda categoría ha dejado de ser doloroso. La única manera de terminar con este sufrimiento es terminar con la supremacía cultural de la heterosexualidad. Seguramente usted, en el fondo de su mente, se está aferrando a ella ahora mismo, por miedo a la diferencia, por temor a lo que vendrá. La pérdida de una posición privilegiada siempre despierta temor, al punto que muchos de los privilegiados se sienten ofendidos y atropellados en sus creencias y valores.
Leer Columna Completa en El Mostrador